Como compensación por
la mala pasada que nos jugó la lluvia en la excursión por tierras salmantinas,
el día amaneció limpio de nubes y con una temperatura ideal. La gente quería
desquitarse, se notaban ganas de pasarlo bien.
Visitamos, en Tortosa,
un conjunto de esculturas en bronce del abulense Santiago de Santiago. Un canto
a la vida reflejada en grupos escultóricos de un realismo fino y expresivo. La
ira, la envidia, los celos, la comunicación, la entrega, el amor, con una expresividad
de rostros difícil de conseguir y apuntando siempre hacia una idea de
trascendencia. Todo dentro de un hermoso jardín y, como fondo, las murallas de los
diversos pueblos que se asentaron y quisieron conservar este viejo enclave
junto al Ebro, que se aproxima solemne y recio a su desembocadura.
En la catedral,
visitamos el claustro, de un gótico limpio, con el minarete musulmán
descabezado, pero en pie, y las impresionantes naves. La suerte estaba de
nuestra parte, y nos atendió el sacerdote que está al frente de la parroquia,
un hombre amable, culto, con dominio del tema, que resultó ser castellonense,
nacido en Alquerías, y que nos mostró las múltiples relaciones culturales,
políticas y sobre todo religiosas de Tortosa con Castellón, de muchos de cuyos
pueblos sigue siendo la diócesis.
Después de una comida
cumplida y bien regada en San Carlos de la Rápita, embarcamos, río abajo hacia
su desembocadura. Nos llamaron la atención las grandes explanadas de arrozales
ya segados, la falta de arbolado, sólo las cañas indican desde fuera por donde
transcurre el río y el descenso paulatino del terreno hasta el nivel del mar.
Alguna garza real, alguna garceta, y una bandada de cormoranes, los pájaros
precursores del invierno, nos vieron pasar sin inmutarse.
Y, al fin, unas leves
olas del Mediterráneo en calma nos indican que hemos llegado al punto siempre
misterioso del abrazo del río con el mar. Aquí hay fundidos tierra, agua,
espíritu e historia de todos los pueblos que se asientan al lado del río, desde
su nacimiento en Cantabria hasta su desembocadura en Cataluña.
Se adivina una lucha
permanente del mar por absorber las riquezas del río adentrándose en él y un
esfuerzo del río por mantener su agua dulce y sus tierras libres de sal hasta
el momento justo del encuentro. Cuando tomamos el autobús de vuelta ya el sol
se había retirado y media luna creciente aparecía sobre el mar, la misma luna
que vieron los fenicios, los romanos, los árabes, los catalanes y los
castellanos. Un día de convivencia para recordar.
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