Iniciamos nuestro viaje
en autobús y avión para al llegar a Moscú alojarnos en nuestro hotel flotante,
un barco con bastantes comodidades que sería nuestra vivienda durante los diez
días que duró nuestro viaje ya que desde el mismo salíamos en autobús o andando
a realizar nuestras excursiones.
Moscú, nuestra primera
visita, es una ciudad con grandes y amplias avenidas, edificios suntuosos y con
muchos monumentos a próceres, héroes, poetas o personalidades representativas
de la nación rusa. Destacamos entre todos ellos su Plaza Roja, el Kremlin con
sus fastuosas iglesias, la galería Tretiakov con una importante colección de
iconos y el Metro cuyas estaciones son de una espectacularidad y riqueza
ornamental verdaderamente sorprendentes.
Comenzamos a navegar
por ríos, esclusas, canales y lagos durante cuatro días. El primero de ellos
llegamos a Uglich donde visitamos su Kremlin y la Iglesia de San Dimitri
Ensangrentada en la que el zar lván el Terrible con sus acciones y forma de
gobernar aparece como una figura destacada e importante en la historia de
Rusia. El segundo día llegamos a Goritsy, ciudad que nos sorprendió por su
Monasterio de San Cirilo del Lago Blanco, recinto amurallado en el que junto a
su función religiosa se desarrolló otra de carácter militar con el
establecimiento de una gran fortaleza defensiva enclavada en una zona
conflictiva. Continuamos navegando para llegar en la tercera jornada por el
lago Onega a la ciudad de Kizhi que en realidad es un museo de arquitectura de
madera en el que se pone de manifiesto cómo y dónde vivían los antiguos
habitantes de este lugar y donde admiramos su iglesia de madera con veintidós
cúpulas y nos deleitamos oyendo un concierto de carillón. Llegamos a Mandroga,
la última parada de nuestra ruta antes San Petersburgo, una aldea de madera en
pleno desarrollo bajo un marco incomparable de casas artesanas, molinos y hasta
un pequeño mini jardín zoológico.
El viaje en barco es
una permanente sorpresa en la que se suceden bosques y ríos de una gran anchura
y caudal, paisajes idílicos, puestas de sol llenas de misterio color y luz y el
fenómeno de las noches blancas, donde, en razón de la época del año y la
latitud geográfica de estas tierras, las noches prácticamente no duraban más
que dos o tres horas. Navegamos por el río Volga y sus afluentes, los lagos
Ladoga y Onega, verdaderos mares por su extensión, y el río Duna y sus
afluentes. Un gran entretenimiento durante la travesía fue el paso de las
esclusas que en número de 15 permitían salvar los desniveles del curso de los
ríos.
La permanencia en el
barco fue amenizada con diferentes actividades tales como clases de idioma baile
canto e historia rusa, concursos, películas etc. en las que la participación de
los pasajeros fue amplia y colaboradora.
El final de nuestra
travesía fluvial fue San Petersburgo, ciudad llena de encanto y sorpresas. Todo
en ella es digno de verse palacios, canales, avenidas, monumentos, jardines,
iglesias, museos destacando entre todos ellos la fortaleza de San Pedro y San
Pablo con el templo donde están enterrados los zares, la catedral de San Isaac
majestuosa y de dimensiones colosales, la iglesia de la Sangre Derramada con la
esbeltez de sus cúpulas y el Hermitage, museo palacio cuya belleza por su
contenido imperial. Su estructura es digna de la fama que ostenta. Mención
especial también merecen los palacios que vimos en sus alrededores destacando
el Palacio de verano de Pedro I con su salida al Mar Báltico y el de Catalina
con su cámara de ámbar.
Un viaje en el que la
convivencia entre todos fue absoluta, donde reinó la camaradería, se
consolidaron amistades y al final como todo lo bueno nos dejó la nostalgia de unos
días de descanso y llenos de recuerdos y vivencias que no nos importaría
repetir.
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